lunes, 14 de febrero de 2011

Jaime Paredes Pardo y los mineros

Quebrantos de salud no me han dejado energías suficientes en estos días como para aparecer por aquí con más frecuencia. Pero, bueno, he vuelto.
Hoy quiero compartir algo que encontré mientras ponía un poco de orden en mi lugar de trabajo: un libro, por cierto descuadernado y bastante maltratado por el tiempo, del que no tengo idea o no recuerdo cómo llegó a mis manos; un libro con unas maravillosas fotografías tomadas por el cartagenero Nereo, acompañadas de unos textos dotados de gran sensibilidad, del escritor payanés Jaime Paredes Pardo. O, viceversa.
Los que esperan y su imagen, así se llama el libro de Tercer Mundo Editores publicado en 1965, de donde he extraído este material que les dejo como complemento a los comentarios que hacía por estos días en Twitter, sobre la cínica manera de ver de los gobernantes dos temas que tocan profundamente con nuestra cotidianidad: el asunto de poner a la gente a cotizar más años para pensionarse y el hecho de que los mineros se hayan puesto de "moda", no precisamente porque habría un "revolcón" para sacarlos de las penurias y malvivencia que les da esta profesión en Colombia, sino más bien porque quieren hacer ver que como la minería "informal" es mala, lo que debe hacerse es entregar el oficio a los que -supuestamente- sí la harían bien: las multinacionales.
Por su lado, habría qué preguntar a un hombre de las minas de carbón quien, a los siete años de estar en un socavón ya tiene los pulmones deshechos y un sistema de salud que no atiende sus necesidades, qué le diría al ministro de la Protección Social, cuando afirma que todos "los colombianos hemos aumentado el promedio de vida", argumento con el que salió a defender el mico en el Plan de Desarrollo para aumentar la edad exigida para la pensión.

Negros



En la tierra, en los más hondo, viven el carbón y los párpados amarillos del oro. Únicamente el taladro y las uñas de las picas se atreven a andar por esos pasadizos, además de una familia que respira pedazos de pulmón y que cuando sale a la luz trae en la cara la piel de los socavones. Es una mancha que no se les borra a pesar de que las mujeres lavan los pañales en la espuma, y a pesar de la leche que mecen en los pechos y que deja en los labios del recién nacido el sabor de una burbuja blanca. Su historia la guardan en un tambor que la cuenta de padres a hijos con una garganta de cuero. En ella siempre habrá un río que llega como un abuelo después de un largo viaje, en el cual sólo conoció la miseria, pero a quien todos salen a encontrar a la playa porque les sigue hablando con benevolencia. El alba y los ojos de algodón de un niño que se quedó esperando el regreso de una canoa que volverá en la tarde con el padre que no sabrá explicarle por qué los días terminan en el hambre. Y el eco del pasado como una vida que aún les duele. La marca de candela y hierro, el látigo, el oro que les dejó en las manos una herida dorada, las cadenas y la mortaja de moscas con que enterraban desnudos a los muertos. Las puertas negras de la mina, toda la tierra, todo el mundo como una casa negra con una ventana desde donde miran pasar las balsas que suben en diciembre con la procesión de los santos blancos.



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