Mostrando entradas con la etiqueta autores colombianos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta autores colombianos. Mostrar todas las entradas

viernes, 13 de julio de 2012

Cómic de Carlos Garzón y Al Willianson

Carlos Garzón es un dibujante colombiano que lleva muchos años metido en el mundo de los cómics en Estados Unidos. Les dejo aquí una corta historia que realizó en conjunto con Al Willianson, publicada en el número 14 de Witching Hour, el comic book de DC.









lunes, 14 de febrero de 2011

Jaime Paredes Pardo y los mineros

Quebrantos de salud no me han dejado energías suficientes en estos días como para aparecer por aquí con más frecuencia. Pero, bueno, he vuelto.
Hoy quiero compartir algo que encontré mientras ponía un poco de orden en mi lugar de trabajo: un libro, por cierto descuadernado y bastante maltratado por el tiempo, del que no tengo idea o no recuerdo cómo llegó a mis manos; un libro con unas maravillosas fotografías tomadas por el cartagenero Nereo, acompañadas de unos textos dotados de gran sensibilidad, del escritor payanés Jaime Paredes Pardo. O, viceversa.
Los que esperan y su imagen, así se llama el libro de Tercer Mundo Editores publicado en 1965, de donde he extraído este material que les dejo como complemento a los comentarios que hacía por estos días en Twitter, sobre la cínica manera de ver de los gobernantes dos temas que tocan profundamente con nuestra cotidianidad: el asunto de poner a la gente a cotizar más años para pensionarse y el hecho de que los mineros se hayan puesto de "moda", no precisamente porque habría un "revolcón" para sacarlos de las penurias y malvivencia que les da esta profesión en Colombia, sino más bien porque quieren hacer ver que como la minería "informal" es mala, lo que debe hacerse es entregar el oficio a los que -supuestamente- sí la harían bien: las multinacionales.
Por su lado, habría qué preguntar a un hombre de las minas de carbón quien, a los siete años de estar en un socavón ya tiene los pulmones deshechos y un sistema de salud que no atiende sus necesidades, qué le diría al ministro de la Protección Social, cuando afirma que todos "los colombianos hemos aumentado el promedio de vida", argumento con el que salió a defender el mico en el Plan de Desarrollo para aumentar la edad exigida para la pensión.

Negros



En la tierra, en los más hondo, viven el carbón y los párpados amarillos del oro. Únicamente el taladro y las uñas de las picas se atreven a andar por esos pasadizos, además de una familia que respira pedazos de pulmón y que cuando sale a la luz trae en la cara la piel de los socavones. Es una mancha que no se les borra a pesar de que las mujeres lavan los pañales en la espuma, y a pesar de la leche que mecen en los pechos y que deja en los labios del recién nacido el sabor de una burbuja blanca. Su historia la guardan en un tambor que la cuenta de padres a hijos con una garganta de cuero. En ella siempre habrá un río que llega como un abuelo después de un largo viaje, en el cual sólo conoció la miseria, pero a quien todos salen a encontrar a la playa porque les sigue hablando con benevolencia. El alba y los ojos de algodón de un niño que se quedó esperando el regreso de una canoa que volverá en la tarde con el padre que no sabrá explicarle por qué los días terminan en el hambre. Y el eco del pasado como una vida que aún les duele. La marca de candela y hierro, el látigo, el oro que les dejó en las manos una herida dorada, las cadenas y la mortaja de moscas con que enterraban desnudos a los muertos. Las puertas negras de la mina, toda la tierra, todo el mundo como una casa negra con una ventana desde donde miran pasar las balsas que suben en diciembre con la procesión de los santos blancos.



martes, 2 de noviembre de 2010

EL RÍO, de Fernando Garavito



Según la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca este texto inédito de Fernando Garavito fue cedido por el autor a Tejido de Comunicación para que lo publicara en la revista "Carpintero", pero nunca se publicó; se conoce ahora que aparece en la red a través del correo electrónico.

Por Fernando Garavito

EL RÍO

Cualquier día el río salió de las manos de Dios. Antes no existían las llanuras ni las montañas, y no había riberas ni vertientes, ni pequeños valles para que las aguas descansaran de su agitado ir y venir, ni precipicios para que cayeran en un abismo sin fondo. Entonces el río comenzó a ir a ciegas y a tropezar una vez y mil veces, a enredarse en sus propias aguas y corrientes y a avanzar por un camino sin retorno. Era la época en que las cosas apenas comenzaban y había terremotos y volcanes y los continentes navegaban por las aguas del mar como barcos abiertos con todas las velas desplegadas.
En medio de ese cataclismo el río llegó a todas las regiones, se cobijó bajo todos los cielos, fue él mismo bajo las aguas del mar y él mismo al subir a las cumbres nevadas a tratar de ser eterno bajo la mirada del sol.
Fue entonces cuando nacieron los hombres que aprendieron a ir hasta sus orillas a cumplir oficios tan sencillos como descansar o jugar a la pelota, o inventarse lenguajes para poder hablar. Junto a él crecieron palabras transparentes como la palabra agua, o términos para soñar, como la palabra vuelo y la palabra camino, y también la palabra muerte que es el vuelo que no termina jamás. Poco a poco los hombres aprendieron a entrar en el río, a atravesarlo, algunos se aventuraron a ir un poco más allá de la primera curva, muchos se hirieron con las piedras del fondo o hundieron los pies en las arenas o sintieron entre las piernas la caricia estremecedora de las anguilas o se dejaron llevar por la corriente hasta los remolinos, donde terminaron por ahogarse asombrados ante la fuerza misteriosa del conocer y el conocerse. Así, el río fue la sed y fue el agua para saciarla, fue el viaje y el hecho de embarcarse, y la nave y el viento para correr entre las velas.
Cierta vez uno de ellos quiso ir hasta el límite. Iba con la mirada que tienen los iluminados, el cayado y la brújula y un zurrón para llevar los alimentos y una honda para cazar y para defenderse del peligro. “Ya volveré”, les dijo a los demás, “cuando sepa qué existe más allá del allá, cuando vea con mis propios ojos qué esconden los meandros, y compruebe cómo las lianas dejan caer su línea dorada desde las copas de los árboles, para que en ellas las mariposas encuentren la forma de ser aéreas en su universo de colores.” Entonces comenzó a pasar el tiempo hasta que todos lo olvidaron. De vez en cuando alguien tenía sobre él una memoria trémula, que no lograba precisar ni el por qué ni el para qué de un viaje, que en el oficio de los términos alguien llamó odisea, palabra que, tal vez, quiera decir viaje en el laberinto.
Pasaron trescientos años, quizás uno más, uno menos, hasta que cierto día un hombre quiso entrar a una casa que no era su casa. En la mirada tenía la visión de las aguas profundas, y su barba estaba poblada de ramas secas y de arbustos, las orejas le habían crecido para oír los sonidos del mundo, y sus palabras decían cosas olvidadas por todos, como catalejo o astrolabio o rosa de los vientos.
“Soy el que fui”, dijo el hombre ante los ojos asombrados de quienes recordaban haber oído hablar de él, como una leyenda, que venía desde el tiempo de los abuelos de los abuelos de sus padres. “No alcancé a llegar hasta el fin del mundo que es el sitio donde termina el río, pero en él conocí el fuego misterioso que abriga el corazón de la mujer, y fue en ese corazón donde me sumergí en un misterio infinito; estuve, también, con los cíclopes y con los unicornios; en la tribu de los reducidores de cabezas me senté al pie del estrado donde escriben los autores de dogmas y de doctrinas, y allí comprobé que sus palabras provocan cambios en el curso del río, que se ve obligado a buscar senderos donde el aire no esté contaminado, y vertientes donde no haya espejismos.” “He acumulado en mí –dijo el hombre– el conocimiento del mundo. Debo escribirlo para que quienes vengan después no pierdan esa memoria. Tal vez me demore doscientos años o más en terminarla, pero en ella estará todo lo que es necesario saber, desde la existencia de Dios, al que llamaré con todos los nombres conocidos, hasta los elementos, y las leyes de la física y de la botánica. Comprobaré que la Tierra es plana y que está en el centro de la creación, que el hombre es a su vez el centro de ese centro, y que su conciencia es la que impulsa lo creado y lo que aún está por crearse; describiré los animales, las categorías de los ángeles, los círculos del infierno; precisaré las leyes naturales y me extenderé sobre el trivium y el quadrivium, diré qué es verdad y, al hacerlo, le pondré fin a los cismas y a los sofismas, cualquiera tendrá sobre su mesa el río que recorrí palmo a palmo, al abrir sus páginas encontrará las selvas y las estrellas y oirá los vientos huracanados y las tempestades que se levantan en el centro del mar.” El hombre selló sus labios y se dedicó a su tarea.
En un comienzo todos veían la lucecita de su habitación encendida hasta la madrugada, pero poco a poco fueron olvidándolo mientras cada cual se dedicaba a sus asuntos, los campesinos a sembrar el trigo y a cosechar el milagro del pan en la cocina, los herreros a forjar las coronas del rey y las herraduras de las bestias, la muerte a distribuir las epidemias y a ahondar en el dolor y la miseria.
Mucho tiempo después (como esta es una historia antigua ya nadie recuerda las fechas ni las anécdotas), un muchacho quiso atravesar el pueblo acortando camino por las habitaciones. Al abrir esa puerta que nadie tocaba desde años inmemoriales, una bocanada de aire fresco lo golpeó de lleno en el rostro y el pecho. Allí estaba el hombre, recostado sobre su mesa, y en el libro que tenía abierto ante sí se alcanzaba a leer la palabra “umbral” escrita con caligrafía minuciosa. El muchacho llamó a los vecinos: “vengan”, “vengan”, gritó a voz en cuello mientras del libro salían las guacamayas de colores que sólo se conocen en los mares del sur, salían Islandia y el Taj Mahal y la Tierra del Fuego, y un conejo vestido de etiqueta consultando su reloj de bolsillo, aparte de un globo aerostático y Louis Pasteur junto a su microscopio, y la Muralla China aplastada por la solemnidad de los emperadores, y el Réquiem escrito para sí mismo por un hombre joven que murió de fiebres reumáticas, y la ballena blanca perseguida por un marino hundido en la demencia…
Después, cuando volvió la calma, cuando cada una de las cosas hubo tomado su rumbo cierto y distinto hacia el sitio que llegarían a ocupar en la memoria de los hombres, surgió del libro una última figura. Era leve y venía envuelta en la armonía de sus movimientos, que salían de su fuerza interior, de su serena mirada profunda. Ella era la brisa que detiene el curso de las tempestades, la encrucijada que señala el mejor de los caminos posibles, en sus brazos nacían los vientos alisios, y su sonrisa era un rayo de sol sobre un magnolio cubierto de rocío. “El conocimiento es infinito”, dijo con una voz tranquila, que se oyó como el agua que fluye en los arroyos de los campos. “Cada uno de nosotros lo seguirá como se sigue la corriente de un río que se bifurca. Todos bajarán hasta su orilla, pero no todos se hundirán en sus aguas, algunos lo remontarán con dificultad, pero los más irán corriente abajo, sin que ninguno encuentre jamás su nacimiento o su desembocadura, algunos avanzarán más que otros, algunos se sentarán en una piedra a contemplar el infinito, otros sufrirán la desazón de quien sabe qué debe hacer pero no sabe cómo hacerlo. Pasarán muchos siglos pero algún día llegará el tiempo en que el hombre encontrará la mejor manera de enfrentar sus desafíos, y habrá algunos que sabrán cómo ayudar a los demás a seguir su camino…”
Cuando su figura comenzó a esfumarse en el aire, aquel que la amó por el sólo hecho de verla, quiso saber quién era, y ella, con una voz que se perdió en el tiempo, alcanzó a contestarle: “Me llamo Priscilla Welton. Fui maestra.”

lunes, 30 de agosto de 2010

Jairo Anibal, gracias por las alas


Lamentable el deceso, hoy lunes, del escritor y dramaturgo de origen boyacense, Jairo Anibal Niño, quien escribiera toda su vida "a los niños del mundo, pasado, presente y futuro de la especie humana. A los niños y niñas, que a pesar del horror, la violencia y el maltrato, conservan las alas de los sueños. A los niños que crecen en el corazón de los adultos".
Haciendo honor a su apellido, Jairo Anibal nunca dejó de ser Niño; ese niño que por siempre nos acompañará a quienes tuvimos la oportunidad de sentir su calor infantil, a quienes hemos aprovechado la ocasión de visitar el maravilloso país de sus libros.
Jairo Anibal, gracias por las alas que le diste al niño que llevo en mi.

martes, 2 de febrero de 2010

Poesía de Ángela Tello

Del libro "De raíces y alas", publicado en 1997, estos leves y delicados versos de la poeta colombiana (Santander de Quilichao, Cauca).
Como para aliviar un poco las horas de sequía y calor que nos trae el fenómeno "del niño" por estos días.



Extravío

Desperté
regué mi cuerpo y lo vestí de deseo.
Observé mi rostro en el espejo
y descubrí que me faltabas para salir al mundo.

Al otro lado del espejo
era habitada
de oscuridad, tedio, agotamiento,
ausencia, miedo y extravío.

Quebré el espejo
y me observo desde muchos pedazos
que no he podido unir.

Me encuentro fragmentada,
aguardo tu regreso.

Huellas

Con tus viejos zapatos embarrados
llegas a casa
y ensucias el salón de las visitas.
Todos los que te observan
recriminan la huella de tus pasos.
Nadie descubre en mí
las que dejas después de tu partida.

martes, 4 de agosto de 2009

Al pueblo nunca le toca

Dejándome llevar por las olas del verbo en internet arribé a un blog publicado por "un hombre sin importancia colectiva, exactamente un individuo": http://la-pasion-inutil.blogspot.com. Buen puerto. Con muy interesantes comentarios y reseñas de libros, revistas y cómics.
Encontré allí un escrito sobre la novela del bogotano Álvaro Salom Becerra (1922-1987), Al pueblo nunca le toca, que me motiva a continuar con el tema propuesto en la anterior entrada de este blog: la característica de inamovilidad y perennidad de la cultura política en Colombia.
Como caricaturista, observador de la cotidianidad de nuestra clase dirigente por más de dos décadas, coincido plenamente con la tesis propuesta por Salom Becerra en esta novela: al "pueblo", que participa siempre en las "justas democráticas" (depositar votos en una urna), en realidad nunca le toca en la repartición de lo que deberían ser los beneficios mínimos de una sociedad tal. Digamos, por ejemplo, dignidad y respeto; igualdad ante la justicia; educación y alimentación decentes para forjarse como individuo pensante; y derecho a una libertad verdadera para actuar y contribuir en la construcción de sociedad.
Este autor, a quien considero un gran caricaturista aunque no dibujara con su pluma, nos describe con la más ácida y mordaz vehemencia la desfachatez y falta de escrúpulos de nuestra clase política que, en los tiempos que corren, no ha tenido el más mínimo asomo de vergüenza para aliarse con los malandrines más cobardes y tenebrosos para hacerse con los jugosos beneficios del poder.
Yo, la verdad, no he encontrado en otro autor bogotano, ni colombiano quizás, tanta concentración de ácido cítrico y malicioso veneno para relatar las ordinarias vidas de sus personajes atrapados en el embeleco "liberal-conservador". Valga la ocasión para recordar y recomendar la lectura de la obra de Álvaro Salom Becerra:
Don Simeón Torrente ha dejado de... deber. Bogotá, Tercer Mundo, 1969
El delfín. Bogotá, Tercer Mundo, 1973
Un tal Bernabé Bernal. Bogotá, Tercer Mundo, 1975
Al pueblo nunca le toca. Bogotá, Tercer Mundo, 1980.
No tengo idea en qué estado se encuentra la edición actual de estas obras, si se consiguen, o, incluso, si hay por ahí, enredadas en la red, versiones digitales para bajar. Valdría la pena investigar un poco y compartir su lectura.
Related Posts with Thumbnails